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08-31-2025 - TIEMPOS DIFICILES -LA VERGUENZA - Lucas 15:11-32

  • Writer: Lou Hernández
    Lou Hernández
  • Aug 29
  • 15 min read

Updated: Aug 30

 MENSAJE POR  PASTOR  ROB INRIG

 DE BETHANY BAPTIST EN RICHMOND, BC

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Te invito a orar juntos: Oh Padre de misericordias y Dios de todo consuelo, nuestro único auxilio en tiempos de necesidad: humildemente te suplicamos que mires, visites y alivies a tus siervos enfermos por quienes rogamos en nuestras oraciones. Míralos con los ojos de tu misericordia;  (  Nancy R, Tere G,  Stevie A, Socrates D, Sara’s mom H, Margarita G,   Rosy Ch, Patricia L.  Lina J, Mercedes L, Magda -Gloria F, Mary Ann Bularan.) consuélalos con el sentido de tu bondad; líbralos de las tentaciones del enemigo y dales paciencia bajo su aflicción. En tu tiempo oportuno, restáurales la salud y capacítalos para vivir el resto de sus vidas en tu temor y en tu gloria; y concédeles que finalmente puedan morar contigo en la vida eterna; por Jesucristo nuestro Señor. Amén.


Usted puede anexar nombres de familia y amigos que necesiten oración 


Oramos también muy especialmente por amigas queridas que han partido Gaby & Yuya,

a quienes entregamos a nuestro Padre amado para que sean despertadas al grito de su

llamado para gozar de su gloria con vida eterna (Apoc 11:15, 1 Tesal, 4:16).

Oramos también por la recuperación de familiares y amigos dando

gracias al Señor por su gran misericordia.

¡Amen!


Esta mañana quiero abordar el tema de la vergüenza, un tema que en nuestra época parece pertenecer a generaciones pasadas, «inhibidas» y «desinformadas».  Después de todo, nuestras vidas son más «cultas», influenciadas por diferentes creencias, diferentes religiones y diferentes estilos de vida.  Somos personas con mayor «comprensión» que consideramos la tolerancia como una virtud primordial. Somos personas valoradas por lo que somos, la tolerancia es esencial, aceptamos sin juzgar.  Y en este mundo, la vergüenza tiene poco lugar.  


¿Cómo podría tenerlo?  La «tolerancia» requiere una mentalidad de «vive y deja vivir», en la que nadie tiene derecho a juzgar, salvo en los casos obviamente «reprensibles».  Con eso, ¿qué hay de vergonzoso  cuando las personas pueden vivir como les plazca?  Si algo debe considerarse vergonzoso, son aquellos intolerantes que tienen creencias diferentes a las de los «liberados» que les rodean.


En este mundo en el que se rinde culto a la tolerancia, se eliminan las restricciones. Ya no hay pecado, sino formas de vida alternativas. Ya no hay comportamientos incorrectos, solo inapropiados. La vida que antes se practicaba en la oscuridad, ahora se exhibe, se celebra y se promueve a la luz del día. Como alguien observó: «Una generación tolera un pecado, la siguiente lo celebra y la siguiente ya no sabe que es un pecado». 


¿Y llamar a esto pecado? ¿Quién te da el derecho?


Es a esto a lo que se refiere el profeta Jeremías: «¿Se avergüenzan de su conducta repugnante? No, no tienen ninguna vergüenza. Ni siquiera saben sonrojarse» (   , Jer 6:15). 


Pablo observa que las personas se deleitan en cosas que deberían avergonzarlas (Rom 1), pero «cuyo fin es la destrucción, cuyo dios es su vientre, y cuya gloria es su vergüenza» (Fil 3:19).   


Sin embargo, para la mayoría de nosotros, la vergüenza no es algo que presumimos, sino algo que ocultamos. Escuchamos su voz en las primeras páginas de las Escrituras, en Adán y Eva, haciendo lo que el enemigo intenta convencernos de hacer - escondernos; convenciéndonos de que hay seguridad en esconderse.  Y, sin embargo, la respuesta a la vergüenza es hacer lo contrario y salir de nuestro escondite, no para revelar o ignorar nuestra vergüenza, sino para enfrentarla.  


El problema es que somos propensos a hacer lo que hizo Adán, «Oí tu voz en el jardín y tuve miedo, porque estaba desnudo, y me escondí» (Génesis 3:10). Mostrando que su vergüenza se debía a su desnudez - la hoja de higuera con la que Adán y Eva intentaron esconderse era lo suficientemente grande para cubrir su desnudez física, pero no lo suficiente para cubrir su desnudez vergonzosa, su pecado, que ninguna hoja de higuera era lo suficientemente grande para ocultar.  El enemigo utiliza ese pecado para plantar raíces de vergüenza que se aferran tenazmente. Recordando. Condenando. Y es eficaz en ello porque se especializa en los sentimientos - sentimientos que perduran y se repiten acusadoramente mucho después de que se haya cometido la ofensa. 


Hay muchos pasajes en las Escrituras en los que se destaca la vergüenza.  Entre ellos, una mujer con cinco matrimonios fallidos o un hombre poderoso que abusó de su poder al acostarse con la esposa de otro hombre y luego matar a ese hombre cuando su intento de ocultarlo fracasó. Y luego está una mujer que ha sido relegada a un segundo plano en la vida, avergonzada por una enfermedad crónica; esta vergüenza es muy diferente, no se debe a algo que ella haya hecho, pero su mensaje es el mismo, «no eres digna, no eres lo suficientemente buena». 

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Pero aquí está la dificultad - el pecado no es un sentimiento, es una ofensa. Es una acción realizada, un acto cometido, algo dicho. A partir de esas cosas, experimentaremos una emoción - sentimientos de culpa, sentimientos de vergüenza. Sabemos que hemos hecho algo malo.  Pero esos sentimientos son alarmas destinadas a hacernos volver a nuestra ofensa y verla tal como es. Nos sentimos culpables porque somos culpables, pero Dios ha proporcionado una respuesta a nuestra culpa -  donde se nos llama a arrepentirnos de nuestro pecado, la paga del pecado es muerte, pero la dádiva de Dios es vida eterna en Cristo Jesús, nuestro Señor (Romanos 6:23).  El perdón de Dios elimina nuestra culpa y, con ello, Dios también nos libera de los sentimientos siempre presentes que nos condenan con culpa. El recordatorio de Dios -  «No hay condenación para los que están en Cristo Jesús» (Romanos 8:1).   


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Pero eso no significa que Dios no traerá convicción a nuestras vidas para que lidiemos con nuestro pecado. En este sentido, la vergüenza es una alarma de humo dada por Dios, que nos advierte del peligro que se avecina. Son advertencias para que tomemos medidas, pero seamos honestos, esos sonidos suelen ser irritantes. Demasiado estridentes.  Demasiado exigentes. Demasiado controladores. Así que, deseando acabar con el sonido de las cosas que no deberíamos haber hecho, desconectamos la batería, inutilizando la alarma de la vergüenza, o re-calibrando  la sensibilidad para que ninguna de las condiciones originales del fabricante la active. Y como no se ven incendios, es mucho mejor reutilizarla como luz de emergencia en el pasillo, apagada, en lugar de como un irritante sonido fuerte. 


Parte de la vergüenza más tóxica proviene de lo que otros han dicho en nuestras vidas. La vergüenza que vimos hace unos meses, como la de Jefté, cuyos hermanos lo despreciaban. Sin embargo, sus palabras no eran tan tóxicas como el silencio de su padre, que no ponía fin al abuso.  El resultado fue que él pagó un precio que no debería haber pagado.  El silencio pasivo de aquellos que deberían haberle brindado apoyo. Y, por increíble que parezca, a veces los padres son los principales culpables, rápidos en reprender, rápidos en desaprobar, ruidosos en sus mensajes de decepción. Ruidosos en palabras que degradan, silenciosos en palabras y acciones que edifican y afirman. Y el resultado de eso, una identidad dada, estás marcado para siempre - un hijo repudiado a un paso de repudiarse a sí mismo. 


Hay que entender que la vergüenza es fluida. Cuando intentamos alejar o reprimir nuestra vergüenza, esta se filtra y encuentra otras vías por las que propagarse, a veces en lugares que nunca imaginarías. Pero lo hace.  Con el tiempo, se manifiesta en adicciones como las obvias en las que pensamos - adormecernos con alcohol, escapando dentro de las drogas, silenciarnos con el sexo. También se ve en un impulso compulsivo por lograr o validarnos a nosotros mismos en actos de compasión. Querer reparar el daño demostrando que somos mejores de lo que éramos o mejores que las tonterías que hicimos en el pasado.  


El problema es que la vergüenza nunca se satisface con la negación o la aceptación festiva, solo se satisface matándola, lo cual se nos ofrece en la Cruz. La Cruz no solo paga por nuestros pecados, sino que los aleja tanto como está el oriente del occidente, así de lejos ha alejado Él nuestras transgresiones de nosotros (Salmo 103:12). Eso significa que nuestra vergüenza  también ha sido tratada de la misma manera. 


Corrie ten Boom (Relojera Holandés mas tarde escritora cristiano y oradora) dijo: «Dios toma nuestros pecados —los pasados, presentes y futuros— y los arroja al mar (Miq 7:19), y pone un cartel que dice: "¡PROHIBIDO PESCAR!". Dios arroja nuestros pecados al mar de su olvido.  


Nuestro problema es que, cuando se trata de la vergüenza que aún llevamos, no creemos plenamente que no tengamos que hacer nada más. Que aún tenemos que pescar para «arreglar las cosas», así que echamos el anzuelo  solo para encontrarnos enganchados a una vergüenza que está más que dispuesta a ser enganchada y no soltarse. 

Imaginemos lo diferente que sería nuestra relación con Dios si nos acercáramos a Él con confianza y sin vergüenza, sabiendo que hemos sido perdonados, convencidos de que Él nos ama.


Porque la cruz nos ha dado la respuesta a nuestra vergüenza que hemos sido declarados dignos cuando nos arrepentimos y llegamos a la fe salvadora en Jesús. En la cruz, nuestros pecados son perdonados a través de la sangre derramada de Jesús. Cuando hacemos eso, podemos saber lo que significa sentir el abrazo de ser atesorados por Dios, a quien, gracias a nuestro arrepentimiento, ahora podemos llamar nuestro Padre Celestial.


Una de las imágenes más vívidas que Dios nos da de su amor perdonador nos la ofrece en una historia que nos  cuenta un padre terrenal.   


Para examinarla más de cerca, quiero profundizar en la historia del hijo pródigo, en Lucas 15. Se trata de un hombre avergonzado por un hijo que rechazó todo lo que su padre representaba y un hijo que actuó de forma vergonzosa, con acciones que rozaban el decirle a su padre que deseaba su muerte para poder seguir con su vida  de «fiesta».  La exigencia que le hace a su padre no solo es escandalosamente abusiva, sino también audazmente ofensiva. Hay que entender que, para satisfacer esta exigencia, era necesario liquidar las tierras y el ganado.  Eso significaba que no se trataba de una simple retirada de dinero de un cajero automático, un rápido apretón de manos y que el hijo se marchara tranquilamente.  


No, esto era un espectáculo público, con folletos de «liquidación urgente» y carteles de «Se vende».  Aquí no había ninguna discordia familiar oculta.  Todo estaba a la vista de todos - la discordia privada se había convertido en un espectáculo público.  Pero ¿por qué iba a importarle al hijo?  Iba a dejar todo esto atrás.  Y con todo esto, me refiero a TODO esto.


Su rechazo no solo a su padre o a su familia, sino a su pueblo y a su Dios. Lo sabemos porque terminó en el país de los cerdos, es decir, el país de los gentiles. Era un país en el que quería vivir a lo grande. Todo lo que antes se le negaba, ahora estaba disponible en abundancia. Sexo, bebida, puertas siempre abiertas, luces siempre encendidas, fiestas. Y nadie que le dijera «no». Hasta que las luces se apagaron, la música se silenció y las chicas de la fiesta se fueron a casa. Y cuando eso sucedió, todos los «buenos tiempos» se acabaron. Los amigos que se mantuvieron cerca mientras este joven financiaba el espectáculo, ahora se habían ido a la siguiente extravagancia. Ellos seguían «de fiesta»; él, fuera de la lista de invitados. 

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Lejos de la escena festiva, su vida entró en una espiral descendente. Desalojado de su residencia y sin crédito para comprar comida, el que vivía como si no hubiera un mañana descubrió que el mañana finalmente llega con fuerza. De ser un fiestero a convertirse en un mendigo dependiente, por lo que ahora lo vemos destrozado y derrotado mientras él y los cerdos luchan por las hojas de maíz.


Los fariseos, al escuchar la primera parte de la historia de la desgracia del padre, se habrían indignado, pero su ira se convirtió en alegría cuando escucharon sobre la caída en desgracia del hijo, precisamente lo que le debía pasar a un hijo como este. Este debería ser el final de un hijo vergonzoso como este - vivir como un cerdo, el lugar adecuado para alguien que había avergonzado a su padre como él lo había hecho. Pero estos fariseos también habrían reservado parte de su desdén para el padre. Cuando el hijo exigió su parte de la herencia, ¿dónde estaba la reprimenda, dónde estaba la condena? ¿Qué clase de padre cede ante exigencias como estas? Sin duda, era el momento de mantenerse firme, pero, en cambio, el padre aceptó la vergüenza. 


El padre se habría acordado de esto en el mercado. Algunos que antes bromeaban con él ahora se dirigían a los puestos de otros vendedores.  Algunos escupían al suelo cuando él pasaba.  Según ellos, la enormidad de la vergüenza del padre provocada por las acciones de su hijo debería haber dado lugar a la expulsión con un «ya no eres mi hijo», pero no fue así, y en eso, el padre era casi tan culpable como el hijo. Y desde fuera de la historia, estos santurrones estaban encantados de acumular vergüenza porque el padre no había hecho lo que ellos creían que debía hacer.  


Porque esa es la naturaleza de la vergüenza - acumularse. Es buena en eso. Incluso cuando creemos que ha desaparecido, hace todo lo posible por encontrar el momento adecuado para volver y recordárnoslo. Acusando. Condenando. Su voz siempre quiere ser escuchada.  


Y entonces la historia da un giro - de la vergüenza a la redención. De caer al fondo del abismo a una increíble recuperación. De no valer nada a valer más de lo que se podía imaginar.  Así que se levantó y fue a su padre. Pero cuando el hijo aún estaba lejos, su padre lo vio y se llenó de compasión. Corrió, le echó los brazos al cuello y lo besó. El hijo le dijo: «Padre, he pecado contra el cielo y ante tus ojos. Ya no soy digno de ser llamado tu hijo».   Lc 15:20,21.


Antes de esto, si hubieras sido un espectador, habrías visto a un padre haciendo lo que hacía todos los días, entrecerrando los ojos para ver a lo lejos, con la esperanza de ver regresar a su hijo. Sin embargo, día tras día, nada, solo arena arremolinada. De vez en cuando, la aparición de algo, que luego se desvanecía,  solo otra ilusión. Pero ese día no. Ese día, una silueta que no se desvaneció. Era su hijo, tambaleándose hacia casa. Y entonces el padre corrió, más rápido que nunca. La vergüenza de las palabras pronunciadas, olvidada. Las posesiones perdidas y la tierra vendida, olvidadas. Las palabras pronunciadas en el mercado, olvidadas. Porque olvidar es lo que hace el amor cuando llega el momento de la reconciliación.

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Las piernas que corrían hacia el hijo le dijeron todo lo que necesitaba saber. Había sido perdonado. La parte del padre ya estaba hecha, mucho antes de que se sintiera un abrazo, mucho antes de que se pronunciaran palabras. Perdonado. ¿Cómo podemos estar seguros? La acción del padre nos lo dice.  En la cultura oriental, era indigno que un hombre mayor corriera. Hacerlo significaba levantarse la túnica y exponerse. Pero al padre no le importaba la vergüenza, porque cuando corres para perdonar, haces lo que sea necesario.  


El perdón no espera cuando un ofensor humillado está de camino a casa. El perdón no puede permitirse esperar, no sea que el peso de la culpa haga que el ofensor se aleje. Pero el padre tenía que correr por otra razón - tenía que llegar a él antes que cualquier otro aldeano lo hiciera.


Los judíos tenían una ceremonia disciplinaria que expulsaba permanentemente al hijo de la comunidad.  Esta ceremonia que rompía los lazos se llamaba Kezazah y consistía en romper una vasija de barro a los pies del ofensor, declarando que lo que se había roto no podía restaurarse.  Si los aldeanos llegaban primero, el hijo no tendría nada que decir en su defensa.  La comunidad administraría la justicia que el padre no había sabido impartir.  


Pero la misericordia supera a la justicia.  Siempre.  El padre, despreciando la vergüenza, corrió a perdonarlo porque, aunque el pueblo podía impartir justicia, no podía hacer lo que solo él podía hacer, conceder el verdadero perdón y ofrecer la reconciliación plena.  Él era el único que, en su misericordia, podía borrar la ofensa. 


La última vez que se habían visto, él estaba enfadado, orgulloso y gritaba. Tan seguro de sí mismo que rechazaba todo lo que su padre representaba. Ahora estaba demacrado, con la ropa hecha jirones, sin bravuconería, muy lejos del hijo que el padre había conocido. El momento perfecto para decirle «te lo dije».  


Pero el padre dijo a sus siervos, «¡Rápido! Traed el mejor vestido y ponédselo; poned un anillo en su dedo y sandalias en sus pies. Luego traed el ternero engordado y matadlo, y celebremos con un banquete, porque este hijo mío estaba muerto y ha vuelto a la vida; estaba perdido y ha sido encontrado». Así que comenzaron a celebrar (Lc 15, 22-24).


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A pesar de que su padre se acercaba, el hijo no estaba preparado para su abrazo. No había ensayado su disculpa para eso.  Lo mejor que esperaba era ser aceptado como esclavo y recibir una pequeña compensación - un alojamiento apartado, en una habitación trasera. Pero un abrazo? Eso era pura gracia. Gracia extravagante, que no esperaba ser merecida. En la cultura de Oriente Medio, las muestras de afecto físico no eran algo habitual, pero a este padre no le importaba, y eso solo es el comienzo de la historia.  


Aún quedaba mucho más por venir, empezando por la mejor túnica del padre. No era una cualquiera de las muchas que colgaban en el armario. Era una Armani, reservada para ocasiones especiales. La túnica de honor.  Tan preciada que, como mínimo, la decencia exigía que el hijo se aseara antes de ponérsela.  Desde luego, no era para alguien que había avergonzado a su padre, le había costado a su familia las posesiones de generaciones y había rechazado todo lo que le habían enseñado a creer.   Sin embargo, sobre los hombros de este hijo demacrado, cubierto de excrementos y con olor a cerdo, estaba el regalo del mejor traje del padre.

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Y lo mejor del padre no se detuvo ahí - el regalo del anillo del padre. El anillo de autoridad del padre significaba que todo lo que el padre tenía le pertenecía. Su herencia no se agotó como debería haber sido el caso.  No, en presencia del padre, era mucho más suyo, debido al increíble amor  de su padre. Él no se acordará más de sus pecados y sus iniquidades. Jer 31:34   Mientras él y nosotros aún éramos pecadores, Cristo murió por los impíos. Rom. 5:8.  No hay condenación para los que están en Cristo Jesús. Rom 8:1.  No hay pasado que recordar.  No hay historia de fracaso que repetir. Pero quedaba un paso crucial más. El abrazo del padre, junto con el regalo de la túnica y el anillo, significaban las cosas que el padre había dado. Ahora eran cosas que el hijo poseía. Cosas que le permitían vivir de manera diferente - donde dormía era diferente. Lo que comía era diferente. Las cosas que le rodeaban eran diferentes.  


Pero la pregunta que quedaba era -¿era él diferente? ¿Era diferente después de quitarse la túnica y dejar el anillo en la mesita? ¿Seguía siendo un esclavo en su corazón? ¿Alguien que todavía se consideraba indigno? ¿Alguien que seguía cargando con la reputación de haber perdido lo que podría haber sido?  El eco que le recordaba la vergüenza - ni siquiera digno de ser un sirviente. ¿O había asumido lo que su padre había declarado que era? No basándose en lo que había sido, sino en la identidad que se le había dado - un hijo. Totalmente perdonado. Con derecho no solo a las cosas del padre, sino también al corazón del padre, al amor del padre.   


Todo respondido en lo que parece ser el menor de los regalos, cuando en realidad podría ser el más preciado de todos - unas sandalias. Aparentemente, solo un artículo estándar. Pero no lo eran en absoluto, sobre todo por el lugar por donde habían caminado sus pies y lo que significaban esas sandalias.


Verás, los únicos que iban descalzos eran los esclavos, que era como el hijo se veía a sí mismo en su vergüenza. Y, sin embargo, estas sandalias le decían algo muy diferente.  Le llamaban a caminar de acuerdo con quien era AHORA - un hijo completamente restaurado, ya no un esclavo.  Perdonado por su padre. No encontraba su valor en las cosas que poseía, sino en Aquel que se había apoderado de él, no en parte, sino por completo.  Sin ningún residuo del pasado. 


Eso, amigos míos, es la increíble respuesta a nuestra vergüenza, el Padre nos da el único valor que cuenta. Un valor más allá de lo imaginable. Su amor derramado sobre nosotros. Nuestra vergüenza desaparecida. 


Permítanme dejarles con una última imagen.  La pocilga en la distancia, este hijo disfrutando de su nueva vida.  ¡Qué diferencia! Su espaciosa y elegante habitación.  Su cama, cubierta con pieles de oveja.  Los sonidos de los cerdos desaparecidos.  Toda la comida que pudiera desear.  Lo nuevo, mucho más de lo que se merecía. 


Y, sin embargo, al caer la noche, esa voz familiar que le decía que no era digno le hizo recoger sus viejas ropas de la pocilga y llevarlas a su habitación.  Aferrándose a ellas, sus olores le despertaron recuerdos de su antigua vida. Cuando llega la hora de dormir, las acerca a él mientras se retira a un rincón de la habitación, donde se acurruca en posición fetal. Ignora el lujo de la ropa de cama y la almohada, un lujo que no se permite. Esas cosas no son adecuadas para alguien como él.  ¡Vale, basta de imágenes!


Porque esa imagen es MUY, MUY errónea. Es una imagen de mentiras y de un presente que ya no es real. No porque el hijo haya apartado la ropa, sino porque el Padre ha quemado todo rastro de ella. No queda nada. La ropa del pasado ha desaparecido. El olor de los cerdos se ha lavado. Y en su lugar solo queda lo nuevo para asegurar que lo viejo se ha ido y lo nuevo ha llegado. Dios cambia lo viejo por lo nuevo, y eso significa que nosotros debemos hacer lo mismo.


El padre quiere que el hijo comprenda plenamente que no se puede abrazar lo nuevo mientras se sigue aferrándose a lo viejo. Pregunta: ¿sigues aferrándote a cosas del pasado? ¿Estás permitiendo que la vergüenza te mantenga atado a cosas que, según la sangre de Cristo, ya no son ciertas?


Así que esta mañana, tú eliges: ¿a quién vas a escuchar? ¿Al Padre, cuya palabra es verdadera, o a algún criador de cerdos que quiere mantenerte revolcándote en el barro, alimentándote de hojas de maíz?


Por lo tanto, si alguno está en Cristo, es una nueva criatura;

las cosas viejas pasaron; he aquí, todas las cosas son hechas

nuevas (2 Corintios 5:17).    

Jesús, con los brazos abiertos,

¡listo para abrazarte!

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